La casa de los matorrales-Por estas calles(Memo Ricci)
La mañana se me había hecho rutina como tantas veces, como tantas mañanas; el otoño pintaba el día de amarillos y anaranjados en la vereda de la Escuela Industrial; la plaza era casi marrón de hojas caídas.
Disfrutando de la tibieza del sol continué sin apuro esperando que el invierno no se atreviera a robarme los últimos días otoñales.
Parecía ser una mañana de tantas, pero algo distinto marcaría esos momentos para no olvidarlos nunca más.
Llegué hasta la casa de los matorrales, estaban por todos lados, cubrían las puertas y pensé que estaba abandonada; un recibo desteñido de OSE asomaba por una esquina rota de la puerta principal, las telas de arañas ya eran las dueñas de esa incobrable factura.
Sólo bastó que llamara una sola vez, para que un flaco y triste perro saliera a recibirme imitando un ladrido de guardián, que daba lástima hasta negar su autoridad.
Cerrando los ojos por la claridad del sol, Joselo salió a mi encuentro sin entender quién era, quién lo buscaba. Cuando me reconoció, una sonrisa sin dientes llenó su cara cuadrada.
-Memo –me dijo, extendiéndome una mano que no dejaba de temblar. La estreché con fuerza, quizás, con demasiada fuerza para aquella que aparentemente sólo quería tocarme.
-Hola, Joselo –contesté con un poco de inseguridad ante aquel que parecía ser quien una vez fue y ya no era más.
-Memo, qué alegría verte. ¿Cuánto hacía que no nos veíamos?
-Y no sé, pero ... –no pude calcular ni imaginarme un espacio de tiempo.
-Yo la última vez que te vi creo que fue en la cancha del Penado, en aquel recital de la Banda. ¿Te acuerdas que les ayudamos con el gordo Miguel a cargar los parlantes en el camión?
-Ah, sí, me acuerdo –le dije, pero realmente no lo recordaba, ese día fue tanta la gente que nos ayudó que a la mayoría no la recuerdo con claridad.
-Yo pensé que te habías ido con Eddy para Estados Unidos.
-Sí, he ido, pero el que se quedó allá fue él, yo sólo fui de paseo.
-Ven, Memo, pasa, pasa. –insistió tomándome del brazo.
-Bueno, pero sólo unos minutitos porque hoy tengo muchas cartas.
-Dale, dale, no seas boludo que te voy a mostrar una cosa.
Apenas entré el olor a encierro me envolvió, la humedad pintaba las paredes con oscuras y abstractas manchas de mil años que se confundían con las fotos de papel de diario que despegadas caían por todos lados; el desorden era total.
Sacó toda la ropa que había en la única silla que pude ver y me pidió que me sentara un rato.
-El Memo Ricci –me dijo, mirándome bien de cerca, mientras se sentaba en la cama.
Enseguida se agachó y con esfuerzo comenzó a tirar del asa de una valija grande y por lo que parecía, muy pesada también. Al fin, sacándola y abriéndola con una gran ceremonia me dijo:
-Ya verás, acá guardo tantas cosas ...
Fotos, diarios, revistas, herramientas y algunas ropas salieron una a una dejándolas cuidadosamente sobre la cama.
-Mira, mira, qué fotos tengo, estoy seguro que de estas no tienes ninguna ...
Dos postales de La Banda de Sagitario parecían recién salidas de la imprenta, un recorte de La Democracia anunciaba uno de nuestros recitales.
-Eso no es nada –me decía- mira esto –y sacándolo de entre dos cartones me mostró un poster con toda nuestra banda.
-Mira esta otra, es en blanco y negro porque es de la época de lo de Urbín, ¿ves? Esos son tu hermano, Oriol, Nello y el otro es el Pepe. ¿Te acuerdas del Pepe?
-Sí,sí, me acuerdo, claro. Cómo no me voy a acordar del Pepe.
De pronto de entre todas las fotos sacó otra, la miró un momento antes de prestármela y dijo:
-¿Te acuerdas de Marta? Mira que muñequita era.
Una muchacha de pelo largo y lacio posaba junto a un árbol de la plaza; minifalda, botas y polera resaltaban el hermoso cuerpo de aquella mujer. La ropa mostraba claramente que eran los comienzos de los setenta.
-Ahí tenía diecisiete y a los pocos meses nos casamos.
La foto temblaba ahora entre sus manos; casi con vergûenza me pidió disculpas por el temblor y con una sonrisa triste me dijo:
-¿Sabes qué pasa? Es que todavía no he desayunado. ¿Te tomas una grapita conmigo?
-No, Joselo, te agradezco, pero casi nunca tomo nada.
Viendo su cara arrepentida por la invitación, le dije en tono de broma, para que no se sientiera mal:
-Pero no creas que soy un santo, en otro momento te prometo que vamos a tomar una juntos.
-Ah, Memo, carajo, ése sí es mi pollo.
Siguió buscándo fotos y contándome sobre sus dos hijos que vivían en Buenos Aires.
-Josecito está hecho un campeón, trabaja en un club de esos a los que van los pitucos de guita, creo que es de golf o de tenis. Martita trabaja con unos doctores y está estudiando para doctora también.
Por unos segundos hizo una pausa quedando pensativo, como buscando algo dentro de sí mismo.
-A Marta no la vi nunca más -continuó- también se fue para la Argentina, pero ni los gurises saben dónde está. Una vez me dijeron que estaba en La Plata y traté de encontrarla, pero fue al pedo; me quedé cinco meses buscándola, pero nada. Cuando volví hasta me quedé sin trabajo, la verdad es que fui un nabo, pero ¿no te parece que valía la pena?
-Sí, Joselo, creo que fue lo mejor que pudiste hacer, pero, ¿por qué no te quedaste en Buenos Aires?
-¿Sabes qué pasa, Memo? Que ya nada valía la pena, los gurises ya estaban grandes y yo no les podía dar nada más. Y me vine y ya ves, acá estoy, hago algunas changas de vez en cuando, no jodo a nadie, nadie me jode a mí y no hay problema. A veces me tomo algunas grapas, abro la valija, me pongo a cantar “Mi limbo” y tá. ¿Qué le vas a hacer? La vida se me quedó vieja muy pronto. ¿No te parece?
-Sí, -respondí bastante lento y amargado- a veces se nos queda vieja demasiado pronto.
El pico de la botella volvió a chocar en el vaso y las fotos cayeron al piso, las fui levantando una a una y la de Marta fue la última que recogí, la miré otra vez y como un flash pasaron por mi mente aquellos dos amigos que muchos años atrás eran “los que inventaron el amor”.
Cuando por tercera vez el vaso se iba a llenar, ya no había temblor en sus manos y tal vez por esto guardó la grappa.
-Bueno, loco, -le dije- me tengo que ir, pero ahora ya sé dónde vives, así que en cualquier momento nos vamos a ver, ¿tá?
-No me mientas, Memo, qué vas a venir, deja deja, muchacho.
Fui saliendo acompañado por mi amigo y por su fiel compañero que no dejaba de ladrarme con el mismo lastimoso ladrido con que me recibió.
Ya en la vereda de los matorrales me dio un abrazo y me dijo:
-¿Viste qué dos alegrías me diste?
-¿Dos? –pregunté.
-Claro, boludo, ¿qué cartero sos que no te diste cuenta que la carta es de Josecito?
-Ah, mira qué bien; no, no me había dado cuenta, pero me alegro mucho. Bueno, chau, loco, antes de que lo pienses me vas a tener acá de nuevo.
-No seas mentiroso, Memo, chau, chau. Saludos al flaco Eddy –me gritó cuando me alejaba.
Volví a pasar muchas veces por aquella vereda pero no me atreví a verlo otra vez. ¿Cobardía, miedo de verlo otra vez más perdido en la nostalgia del alcohol? No lo sé, pero un día los matorrales habían sido cortados y las puertas volvieron a tener color. En ese momento pensé lo peor , creí que otras personas vivirían en la casa y que al fin los recuerdos se habían llevado a Joselo en un vuelo de grappa y tristeza. Me detuve en la vereda en el momento en que Marta estaba colgando la ropa de la cuerda; treinta y dos años más le habían regalado algunos kilos a su hermosa silueta, pero aún era una linda mujer.
Sin decir nada continué caminando y pensé que a Joselo la vida ya no se le pondría vieja nunca más.
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